CARTA APOSTÓLICA
NOVO
MILLENNIO INEUNTE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN
PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
AL CONCLUIR EL GRAN
JUBILEO
DEL AÑO 2000
A los Obispos,
a los sacerdotes y diáconos,
a los
religiosos y religiosas y
a todos los fieles laicos
1. Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que
hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la
Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras
con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la
barca de Simón, invitó al Apóstol a « remar mar adentro » para pescar: « Duc
in altum » (Lc 5,4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en
la palabra de Cristo y echaron las redes. « Y habiéndolo hecho, recogieron una
cantidad enorme de peces » (Lc 5,6).
¡Duc in altum!
Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con
gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza
al futuro: « Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8).
La alegría de la Iglesia, que se ha dedicado a contemplar el rostro de su
Esposo y Señor, ha sido grande este año. Se ha convertido, más que nunca, en
pueblo peregrino, guiado por Aquél que es « el gran Pastor de las ovejas » (Hb
13,20). Con un extraordinario dinamisno, que ha implicado a todos sus miembros,
el Pueblo de Dios, aquí en Roma, así como en Jerusalén y en todas las
Iglesias locales, ha pasado a través de la « Puerta Santa » que es Cristo. A
él, meta de la historia y único Salvador del mundo, la Iglesia y el Espíritu
Santo han elevado su voz: « Marana tha - Ven, Señor Jesús » (cf. Ap
22,17.20; 1 Co 16,22).
Es imposible medir la efusión de gracia que, a lo largo del año, ha tocado las
conciencias. Pero ciertamente, un « río de agua viva », aquel que
continuamente brota « del trono de Dios y del Cordero » (cf. Ap 22,1),
se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la
sed y renueva (cf. Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en
Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este año podemos
repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: « Cantad al
Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia » (Sal
118117,1).
2. Por eso, siento el deber de dirigirme a todos vosotros para compartir el
canto de alabanza. Había pensado en este Año Santo del dos mil como un momento
importante desde el inicio de mi Pontificado. Pensé en esta celebración como
una convocatoria providencial en la cual la Iglesia, treinta y cinco años
después del Concilio Ecuménico Vaticano II, habría sido invitada a
interrogarse sobre su renovación para asumir con nuevo ímpetu su misión
evangelizadora.
¿Lo ha logrado el Jubileo? Nuestro compromiso,
con sus generosos esfuerzos y las inevitables fragilidades, está ante la
mirada de Dios. Pero no podemos olvidar el deber de gratitud por las «
maravillas » que Dios ha realizado por nosotros. « Misericordias Domini
in aeternum cantabo » (Sal 8988,2).
Al mismo tiempo, lo ocurrido ante nosotros exige ser considerado y, en cierto
sentido, interpretado, para escuchar lo que el Espíritu, a lo largo de este
año tan intenso, ha dicho a la Iglesia (cf. Ap 2,7.11.17 etc.).
3. Sobre todo, queridos hermanos y hermanas, es necesario pensar en el futuro
que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo
milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado,
sino como profecía del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de
gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de
acción concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias
locales. En cada una de ellas, congregada en torno al propio Obispo, en la
escucha de la Palabra, en la comunión fraterna y en la « fracción del pan »
(cf. Hch 2,42), está « verdaderamente presente y actúa la Iglesia de
Cristo, una, santa, católica y apostólica ».1 Es especialmente en
la realidad concreta de cada Iglesia donde el misterio del único Pueblo de Dios
asume aquella especial configuración que lo hace adecuado a todos los contextos
y culturas.
Este encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en
definitiva, el movimiento mismo de la Encarnación. Es, pues, el momento
de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo
de Dios en este especial año de gracia, más aún, en el período más amplio
de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo, analice su
fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral. Con
este objetivo, deseo ofrecer en esta Carta, al concluir el Año Jubilar, la
contribución de mi ministerio petrino, para que la Iglesia brille cada vez más
en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino.
I
EL ENCUENTRO CON CRISTO,
HERENCIA DEL GRAN
JUBILEO
4. « Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente » (Ap 11,17). En la
Bula de convocatoria del Jubileo auguraba que la celebración bimilenaria del
misterio de la Encarnación se viviera como un « único e ininterrumpido canto
de alabanza a la Trinidad »2 y a la vez como camino de
reconciliación y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y
a su Iglesia ».3 La experiencia del año jubilar se ha movido
precisamente en estas dimensiones vitales, alcanzando momentos de intensidad que
nos han hecho como tocar con la mano la presencia misericordiosa de Dios, del
cual procede « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1,17).
Pienso, sobre todo, en la dimensión de la alabanza. Desde ella se mueve
toda respuesta auténtica de fe a la revelación de Dios en Cristo. El
cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con
la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y
después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los
profetas, « últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo
» (Hb 1,1-2).
¡En estos días!
Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado
sin disminuir la actualidad de aquel « hoy » con el que los ángeles
anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús
en Belén: « Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo
el Señor » (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece más
viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos
conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de
Isaías: « Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc
4,21). Han pasado dos mil años, pero siente siempre consolador para los
pecadores necesitados de misericordia —y ¿quién no lo es?— aquel « hoy »
de la salvación que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón
arrepentido: « En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso » (Lc
23,43).
La plenitud de los tiempos
5. La coincidencia de este Jubileo con la entrada en un nuevo milenio, ha
favorecido ciertamente, sin ceder a fantasías milenaristas, la percepción del
misterio de Cristo en el gran horizonte de la historia de la salvación. ¡El
cristianismo es la religión que ha entrado en la historia! En efecto, es
sobre el terreno de la historia donde Dios ha querido establecer con Israel una
alianza y preparar así el nacimiento del Hijo del seno de María, « en la
plenitud de los tiempos » (Ga 4,4). Contemplado en su misterio divino y
humano, Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el
sentido y la meta última. En efecto, es por medio él, Verbo e imagen del
Padre, que « todo se hizo » (Jn 1,3; cf. Col 1,15). Su
encarnación, culminada en el misterio pascual y en el don del Espíritu, es el
eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho
cercano (cf. Mc 1,15), más aún, ha puesto sus raíces, como una semilla
destinada a convertirse en un gran árbol (cf. Mc 4,30-32), en nuestra
historia.
« Gloria a ti, Cristo Jesús, hoy y siempre tú reinarás ». Con este canto,
tantas veces repetido, hemos contemplado en este año a Cristo como nos lo
presenta el Apocalipsis: « El Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el
Principio y el Fin » (Ap 22,13). Y contemplando a Cristo hemos adorado
juntos al Padre y al Espíritu, la única e indivisible Trinidad, misterio
inefable en el cual todo tiene su origen y su realización.
Purificación de la memoria
6. Para que nosotros pudiéramos contemplar con mirada más pura el misterio,
este Año jubilar ha estado fuertemente caracterizado por la petición de
perdón. Y esto ha sido así no sólo para cada uno individualmente, que se
ha examinado sobre la propia vida para implorar misericordia y obtener el don
especial de la indulgencia, sino también para toda la Iglesia, que ha querido
recordar las infidelidades con las cuales tantos hijos suyos, a lo largo de la
historia, han ensombrecido su rostro de Esposa de Cristo.
Para este examen de conciencia nos habíamos preparado mucho antes, conscientes
de que la Iglesia, acogiendo en su seno a los pecadores « es santa y a la vez
tiene necesidad de purificación ».4 Unos Congresos científicos nos
han ayudado a centrar aquellos aspectos en los que el espíritu evangélico,
durante los dos primeros milenios, no siempre ha brillado. ¿Cómo olvidar la
conmovedora Liturgia del 12 de marzo de 2000, en la cual yo mismo, en la
Basílica de san Pedro, fijando la mirada en Cristo Crucificado, me he hecho
portavoz de la Iglesia pidiendo perdón por el pecado de tantos hijos suyos?
Esta « purificación de la memoria » ha reforzado nuestros pasos en el camino
hacia el futuro, haciéndonos a la vez más humildes y atentos en nuestra
adhesión al Evangelio.
Los testigos de la fe
7. Sin embargo, la viva conciencia penitencial no nos ha impedido dar gloria al
Señor por todo lo que ha obrado a lo largo de los siglos, y especialmente en el
siglo que hemos dejado atrás, concediendo a su Iglesia una gran multitud de
santos y de mártires. Para algunos de ellos el Año jubilar ha sido
también el año de su beatificación o canonización. Respecto a Pontífices
bien conocidos en la historia o a humildes figuras de laicos y religiosos, de un
continente a otro del mundo, la santidad se ha manifestado más que nunca como
la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que
no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo.
Mucho se ha trabajado también, con ocasión del Año Santo, para recoger las
memorias preciosas de los Testigos de la fe en el siglo XX. Los hemos
conmemorado el 7 de mayo de 2000, junto con representantes de otras Iglesias y
Comunidades eclesiales, en el sugestivo marco del Coliseo, símbolo de las
antiguas persecuciones. Es una herencia que no se debe perder y que se ha de
trasmitir para un perenne deber de gratitud y un renovado propósito de
imitación.
Iglesia peregrina
8. Siguiendo las huellas de los Santos, se han acercado aquí a Roma, ante las
tumbas de los Apóstoles, innumerables hijos de la Iglesia, deseosos de profesar
la propia fe, confesar los propios pecados y recibir la misericordia que salva.
Mi mirada en este año ha quedado impresionada no sólo por las multitudes que
han llenado la Plaza de san Pedro durante muchas celebraciones. Frecuentemente
me he parado a mirar las largas filas de peregrinos en espera paciente de cruzar
la Puerta Santa. En cada uno de ellos trataba de imaginar la historia de su
vida, llena de alegrías, ansias y dolores; una historia de encuentro con Cristo
y que en el diálogo con él reemprendía su camino de esperanza.
Observando también el continuo fluir de los grupos, los veía como una
imagen plástica de la Iglesia peregrina, la Iglesia que está, como dice
san Agustín « entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios ».5
Nosotros sólo podemos observar el aspecto más externo de este acontecimiento
singular. ¿Quién puede valorar las maravillas de la gracia que se han dado en
los corazones? Conviene callar y adorar, confiando humildemente en la acción
misteriosa de Dios y cantar su amor infinito: « ¡Misericordias Domini in
aeternum cantabo! ».
Los jóvenes
9. Los numerosos encuentros jubilares han congregado las más diversas clases de
personas, notándose una participación realmente impresionante, que a veces ha
puesto a prueba el esfuerzo de los organizadores y animadores, tanto eclesiales
como civiles. Deseo aprovechar esta Carta para expresar a todos ellos mi
agradecimiento más cordial. Pero, además del número, lo que tantas veces me
ha conmovido ha sido constatar el serio esfuerzo de oración, de reflexión y de
comunión que estos encuentros han manifestado.
Y, ¿cómo no recordar especialmente el alegre y entusiasmante encuentro de
los jóvenes? Si hay una imagen del Jubileo del Año 2000 que quedará viva
en el recuerdo más que las otras es seguramente la de la multitud de jóvenes
con los cuales he podido establecer una especie de diálogo privilegiado, basado
en una recíproca simpatía y un profundo entendimiento. Fue así desde la
bienvenida que les di en la Plaza de san Juan de Letrán y en la Plaza de san
Pedro. Después les vi deambular por la Ciudad, alegres como deben ser los
jóvenes, pero también reflexivos, deseosos de oración, de « sentido » y de
amistad verdadera. No será fácil, ni para ellos mismos, ni para cuantos los
vieron, borrar de la memoria aquella semana en la cual Roma se hizo « joven con
los jóvenes ». No será posible olvidar la celebración eucarística de Tor
Vergata.
Una vez más, los jóvenes han sido para Roma y para la Iglesia un don
especial del Espíritu de Dios. A veces, cuando se mira a los jóvenes, con
los problemas y las fragilidades que les caracterizan en la sociedad
contemporánea, hay una tendencia al pesimismo. Es como si el Jubileo de los
Jóvenes nos hubiera « sorprendido », trasmitiéndonos, en cambio, el mensaje
de una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles
ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo.
¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría
profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de
toda amistad auténtica? Si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su
verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son
capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz. Por
eso, vibrando con su entusiasmo, no dudé en pedirles una opción radical de fe
y de vida, señalándoles una tarea estupenda: la de hacerse « centinelas de la
mañana » (cf. Is 21,11-12) en esta aurora del nuevo milenio.
Peregrinos de diversas clases
10. Obviamente no puedo detenerme en detalles sobre todas las celebraciones
jubilares. Cada una de ellas ha tenido sus características y ha dejado su
mensaje no sólo a los que han asistido directamente, sino también a los que lo
han conocido o han participado a distancia a través de los medios de
comunicación social. Pero, ¿cómo no recordar el tono festivo del primer
gran encuentro dedicado a los niños? Empezar por ellos significaba, en
cierto modo, respetar la exhortación de Jesús: « Dejad que los niños se
acerquen a mí » (Mc 10,14). Más aún, quizás significaba repetir el
gesto que él hizo cuando « colocó en medio » a un niño y lo presentó como
símbolo mismo de la actitud que había que asumir, si se quiere entrar en el
Reino de Dios (cf. Mt 18,2-4).
Y así, en cierto sentido, siguiendo las huellas de los niños han venido a
pedir la misericordia jubilar las más diversas clases de adultos: desde los
ancianos a los enfermos y minusválidos, desde los trabajadores de las oficinas
y del campo a los deportistas, desde los artistas a los profesores
universitarios, desde los Obispos y presbíteros a las personas de vida
consagrada, desde los políticos y los periodistas hasta los militares, venidos
para confirmar el sentido de su servicio como un servicio a la paz.
Gran impacto tuvo el encuentro de los trabajadores, desarrollado el 1 de
mayo dentro de la tradicional fecha de la fiesta del trabajo. A ellos les pedí
que vivieran la espiritualidad del trabajo, a imitación de san José y de
Jesús mismo. Su jubileo me ofreció, además, la ocasión para lanzar una
fuerte llamada a remediar los desequilibrios económicos y sociales existentes
en el mundo del trabajo, y a gestionar con decisión los procesos de la
globalización económica en función de la solidaridad y del respeto debido a
cada persona humana.
Los niños, con su incontenible comportamiento festivo, volvieron en el Jubileo
de las Familias, en el cual han sido señalados al mundo como « primavera
de la familia y de la sociedad ». Muy elocuente fue este encuentro jubilar en
el cual tantas familias, procedentes de diversas partes del mundo, vinieron para
obtener, con renovado fervor, la luz de Cristo sobre el proyecto originario de
Dios (cf. Mc 10,6-8; Mt 19,4-6). Ellas se comprometieron a
difundirla en una cultura que corre el peligro de perder, de modo cada vez más
preocupante, el sentido mismo del matrimonio y de la institución familiar.
Entre los encuentros más emotivos está también para mí el que tuve con los
presos de Regina Caeli. En sus ojos leí el dolor, pero también el
arrepentimiento y la esperanza. Para ellos el Jubileo fue por un motivo muy
particular un « año de misericordia ».
Simpático fue, finalmente, en los últimos días del año, el encuentro con el
mundo del espectáculo. A las personas que trabajan en este sector recordé
la gran responsabilidad de proponer, con la alegre diversión, mensajes
positivos, moralmente sanos, capaces de transmitir confianza y amor a la vida.
Congreso Eucarístico Internacional
11. En la lógica de este Año jubilar, un significado determinante debía tener
el Congreso Eucarístico Internacional. ¡Y lo tuvo! Si la Eucaristía es
el sacrificio de Cristo que se hace presente entre nosotros, ¿cómo podía su
presencia real no ser el centro del Año Santo dedicado a la encarnación del
Verbo? Precisamente por ello fue previsto como año « intensamente eucarístico
»6 y así hemos procurado vivirlo. Al mismo tiempo, ¿cómo podía
faltar, al lado del recuerdo del nacimiento del Hijo, el de la Madre? María ha
estado presente en las celebraciones jubilares no sólo por medio de oportunos y
cualificados congresos, sino sobre todo a través del gran Acto de consagración
con el que, rodeado por buena parte del Episcopado mundial, confié a su
solicitud materna la vida de los hombres y de las mujeres del nuevo milenio.
La dimensión ecuménica
12. Se comprenderá así que hable espontáneamente del Jubileo visto desde la
Sede de Pedro. Sin embargo, no olvido que yo mismo quise que su celebración
tuviese lugar de pleno derecho también en las Iglesias particulares, y es allí
donde la mayor parte de los fieles han podido obtener las gracias especiales y,
en particular, la indulgencia del Año jubilar. Así pues, es significativo que
muchas Diócesis hayan sentido el deseo de hacerse presentes, con numerosos
grupos de fieles, también aquí en Roma. La Ciudad Eterna ha manifestado, pues,
una vez más su papel providencial de lugar donde las riquezas y los dones de
todas y cada una de las Iglesias, y también de cada nación y cultura, se
armonizan en la « catolicidad », para que la única Iglesia de Cristo
manifieste de modo cada vez más elocuente su misterio de sacramento de unidad.7
Había pedido también que, en el programa del Año jubilar, se prestara una
particular atención a la dimensión ecuménica. ¿Qué
ocasión más propicia para animar el camino hacia la plena comunión que la
celebración común del nacimiento de Cristo? Se han llevado a cabo muchos
esfuerzos para este objetivo, y entre ellos destaca el encuentro ecuménico en
la Basílica de San Pablo el 18 de enero de 2000, cuando por primera vez en la
historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente por el Sucesor de Pedro,
por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado Ecuménico de
Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades
eclesiales del todo el mundo. En esta misma dirección han ido también
algunos importantes encuentros con Patriarcas ortodoxos y Jerarcas de otras
Confesiones cristianas. Recuerdo, en particular, la reciente visita de S.S.
Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicos de todos los Armenios. Además,
muchos fieles de otras Iglesias y Comunidades eclesiales han participado en
los encuentros jubilares de los diversos grupos. El camino ecuménico es
ciertamente laborioso, quizás largo, pero nos anima la esperanza de estar
guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su
Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas.
La peregrinación en Tierra Santa
13. ¿Cómo no recordar también mi Jubileo personal por los caminos de
Tierra Santa? Habría deseado iniciarlo en Ur de los Caldeos, para seguir
casi prácticamente las huellas de Abraham « nuestro padre en la fe » (cf. Rm
4,11-16). En cambio, tuve que contentarme con una etapa únicamente espiritual,
mediante la sugestiva « Liturgia de la palabra » celebrada el 23 de febrero en
el Aula Pablo VI. A continuación tuvo lugar la verdadera peregrinación,
siguiendo el itinerario de la historia de la salvación. Así tuve el gozo de
pararme en el Monte Sinaí, lugar que recuerda la entrega del Decálogo y de la
primera Alianza. Un mes después retomé el camino, llegando al Monte Nebo y
visitando luego los mismos lugares habitados y santificados por el Redentor. Es
difícil expresar la emoción que experimenté al poder venerar los lugares del
nacimiento y de la vida de Cristo, en Belén y Nazaret, al celebrar la
Eucaristía en el Cenáculo, en el mismo lugar de su institución, al meditar el
misterio de la Cruz sobre el Gólgota, donde él dio su vida por nosotros. En
aquellos lugares, aún tan probados e incluso recientemente entristecidos por la
violencia, pude experimentar una acogida extraordinaria no sólo por parte de
los hijos de la Iglesia, sino también por parte de las comunidades israelítica
y palestina. Grande fue mi emoción en la oración ante el Muro de las
Lamentaciones y durante la visita al Mausoleo de Yad Vashem, en el recuerdo
aterrador de las víctimas de los campos de exterminio nazis. Aquella
peregrinación fue un momento de fraternidad y de paz, que me complace señalar
como uno de los dones más bellos del acontecimiento jubilar. Pensando en el
clima vivido en aquellos días, expreso el sincero augurio de una pronta y justa
solución de los problemas aún abiertos en aquellos lugares santos, tan
queridos a la vez por los judíos, los cristianos y los musulmanes.
La deuda internacional
14. El Jubileo ha sido también, —y no podía ser de otro modo— un gran
acontecimiento de caridad. Desde los años preparatorios, hice una llamada a una
mayor y más comprometida atención a los problemas de la pobreza que aún
afligen al mundo. Un significado particular ha tenido, a este respecto, el
problema de la deuda internacional de los Países pobres. En relación
con éstos, un gesto de generosidad estaba en la lógica misma del Jubileo, que
en su originaria configuración bíblica era precisamente el tiempo en el cual
la comunidad se comprometía a restablecer la justicia y la solidaridad en las
relaciones entre las personas, restituyendo también los bienes materiales
substraídos. Me complace observar que recientemente los Parlamentos de muchos
Estados acreedores han votado una reducción sustancial de la deuda bilateral
que tienen los Países más pobres y endeudados. Formulo mis votos para que los
respectivos Gobiernos acaten, en breve plazo, estas decisiones parlamentarias.
Más problemática ha resultado, sin embargo, la cuestión de la deuda
multilateral, contraída por Países pobres con los Organismos financieros
internacionales. Es de desear que los Estados miembros de tales organizaciones,
sobre todo los que tienen un mayor peso en las decisiones, logren encontrar el
consenso necesario para llegar a una rápida solución de una cuestión de la
que depende el proceso de desarrollo de muchos Países, con graves consecuencias
para la condición económica y existencial de tantas personas.
Un nuevo dinamismo
15. Éstos son algunos de los aspectos más sobresalientes de la experiencia
jubilar. Ésta deja en nosotros tantos recuerdos. Pero si quisiéramos
individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en
concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo: contemplado en sus
coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en
la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro
camino.
Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos « remar mar adentro »,
confiando en la palabra de Cristo: ¡Duc in altum! Lo que hemos hecho
este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a
una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar
en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo
experimentado en iniciativas concretas. Jesús mismo nos lo advierte: « Quien
pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de
Dios » (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar para
atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera y
por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral postjubilar.
Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios,
esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de
continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo
fácil del « hacer por hacer ». Tenemos que resistir a esta tentación,
buscando « ser » antes que « hacer ». Recordemos a este respecto el reproche
de Jesús a Marta: « Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin
embargo sólo una es necesaria » (Lc 10,41-42). Con este espíritu,
antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros
partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo,
fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.
II
UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR
16. « Queremos ver a Jesús » (Jn 12,21). Esta petición, hecha al
apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la
peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos
en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los
hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los
creyentes de hoy no sólo « hablar » de Cristo, sino en cierto modo hacérselo
« ver ». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en
cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las
generaciones del nuevo milenio?
Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no
fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos
ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que
reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias
vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija
en el rostro del Señor.
El testimonio de los Evangelios
17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él
dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está
impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y
revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san Jerónimo afirma con
vigor: « Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo ».8
Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del
Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la
vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que
tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus
ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn
1,1).
Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un
testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los Evangelios, no
obstante su compleja redacción y con una intención primordialmente
catequética, nos transmitieron de una manera plenamente comprensible.9
18. En realidad los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de
Jesús según los cánones de la ciencia histórica moderna. Sin embargo, de
ellos emerge el rostro del Nazareno con un fundamento histórico seguro,
pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios
fiables (cf. Lc 1,3) y trabajando sobre documentos sometidos al atento
discernimiento eclesial. Sobre la base de estos testimonios iniciales ellos,
bajo la acción iluminada del Espíritu Santo, descubrieron el dato humanamente
desconcertante del nacimiento virginal de Jesús de María, esposa de José. De
quienes lo habían conocido durante los casi treinta años transcurridos por él
en Nazaret (cf. Lc 3,23), recogieron los datos sobre su vida de « hijo
del carpintero » (Mt 13,55) y también como « carpintero », en medio
de sus parientes (cf. Mc 6,3). Hablaron de su religiosidad, que lo movía
a ir con los suyos en peregrinación anual al templo de Jerusalén (cf. Lc
2,41) y sobre todo porque acudía de forma habitual a la sinagoga de su ciudad
(cf. Lc 4,16).
Después los relatos serán más extensos, aún sin ser una narración orgánica
y detallada, en el período del ministerio público, a partir del momento en que
el joven galileo se hace bautizar por Juan Bautista en el Jordán y, apoyado por
el testimonio de lo alto, con la conciencia de ser el « Hijo amado » (cf. Lc
3,22), inicia su predicación de la venida del Reino de Dios, enseñando sus
exigencias y su fuerza mediante palabras y signos de gracia y misericordia. Los
Evangelios nos lo presentan así en camino por ciudades y aldeas, acompañado
por doce Apóstoles elegidos por él (cf. Mc 3,13-19), por un grupo de
mujeres que los ayudan (cf. Lc 8,2-3), por muchedumbres que lo buscan y
lo siguen, por enfermos que imploran su poder de curación, por interlocutores
que escuchan, con diferente eco, sus palabras.
La narración de los Evangelios coincide además en mostrar la creciente
tensión que hay entre Jesús y los grupos dominantes de la sociedad religiosa
de su tiempo, hasta la crisis final, que tiene su epílogo dramático en el
Gólgota. Es la hora de las tinieblas, a la que seguirá una nueva, radiante y
definitiva aurora. En efecto, las narraciones evangélicas terminan mostrando al
Nazareno victorioso sobre la muerte, señalan la tumba vacía y lo siguen en el
ciclo de las apariciones, en las cuales los discípulos, perplejos y atónitos
antes, llenos de indecible gozo después, lo experimentan vivo y radiante, y de
él reciben el don del Espíritu Santo (cf. Jn 20,22) y el mandato de
anunciar el Evangelio a « todas las gentes » (Mt 28,19).
El camino de la fe
19. « Los discípulos se alegraron de ver al Señor » (Jn 20,20). El
rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo
de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los
convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles « las manos y
el costado » (ibíd.). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos
de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf. Lc
24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el
prodigio (cf. Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su
cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Ésta
era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida
histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que
se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega
verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos
presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt
16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión,
Jesús les pregunta quién dice la « gente » que es él, recibiendo como
respuesta: « Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que
Jeremías o uno de los profetas » (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero
distante aún —¡y cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la
dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de
manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios
que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es
precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo
de su persona, lo que él espera de los « suyos »: « Y vosotros ¿quién
decís que soy yo? » (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con
él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la
profundidad del misterio: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt
16,16).
20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos
seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación
clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: « No
te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos
» (16,17). La expresión « carne y sangre » evoca al hombre y el modo común
de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de «
revelación » que viene del Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato
que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los
discípulos se desarrolló mientras Jesús « estaba orando a solas » (Lc
9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la
contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras
fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del
silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede
madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de
aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación
del evangelista Juan: « Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre
nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo
único, lleno de gracia y de verdad » (Jn 1,14).
La profundidad del misterio
21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En
la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad
de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451):
« Una persona en dos naturalezas ». La persona es aquélla, y sólo aquélla,
la Palabra eterna, el hijo del Padre. Sus dos naturalezas, sin confusión
alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.10
Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula,
aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su
contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad
del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como
el apóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar
sus llagas, es decir, a reconocer la plena humanidad asumida en María,
entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: « Acerca aquí tu
dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado » (Jn
20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud
de su divino esplendor, y exclama perennemente: ¡« Señor mío y Dios mío »!
(Jn 20,28).
22. « La Palabra se hizo carne » (Jn 1,14). Esta espléndida
presentación joánica del misterio de Cristo está confirmada por todo el Nuevo
Testamento. En este sentido se sitúa también el apóstol Pablo cuando afirma
que el Hijo de Dios nació de la estirpe de David « según la carne » (Rm
1,3; cf. 9,5). Si hoy, con el racionalismo que reina en gran parte de la cultura
contemporánea, es sobre todo la fe en la divinidad de Cristo lo que constituye
un problema, en otros contextos históricos y culturales hubo más bien la
tendencia a rebajar o desconocer el aspecto histórico concreto de la humanidad
de Jesús. Pero para la fe de la Iglesia es esencial e irrenunciable afirmar que
realmente la Palabra « se hizo carne » y asumió todas las características
del ser humano, excepto el pecado (cf. Hb 4,15). En esta perspectiva,
la Encarnación es verdaderamente una kenosis, un "despojarse",
por parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad (cf. Flp
2,6-8; 1 P 3,18).
Por otra parte, este rebajarse del Hijo de Dios no es un fin en sí mismo;
tiende más bien a la plena glorificación de Cristo, incluso en su humanidad.
« Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un Nombre sobre todo nombre. Para
que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en
los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de
Dios Padre » (Flp 2,9-11).
23. « Señor, busco tu rostro » (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del
Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la
contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente
y ha hecho « brillar su rostro sobre nosotros » (Sal 6766,3). Al mismo
tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro
del hombre, « manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».11
Jesús es el « hombre nuevo » (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que llama
a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la
Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más
allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo,
más aún, hacia la meta de la « divinazación », a través de la
incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida
trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los
Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente
hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo
de Dios.12
Rostro del Hijo
24. Esta identidad divino-humana brota vigorosamente de los Evangelios, que nos
ofrecen una serie de elementos gracias a los cuales podemos introducirnos en la
« zona-límite » del misterio, representada por la autoconciencia de Cristo.
La Iglesia no duda de que en su narración los evangelistas, inspirados por el
Espíritu Santo, captaran correctamente, en las palabras pronunciadas por
Jesús, la verdad que él tenía sobre su conciencia y su persona. ¿No es
quizás esto lo que nos quiere decir Lucas, recogiendo las primeras palabras de
Jesús, apenas con doce años, en el templo de Jerusalén? Entonces él aparece
ya consciente de tener una relación única con Dios, como es la propia del «
hijo ». En efecto, a su Madre, que le hace notar la angustia con que ella y
José lo han buscado, Jesús responde sin dudar: « ¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2,49). No es
de extrañar, pues, que, en la madurez, su lenguaje expresara firmemente la
profundidad de su misterio, como está abundantemente subrayado tanto por los
Evangelios sinópticos (cf. Mt 11,27; Lc 10,22), como por el
evangelista Juan. En su autoconciencia Jesús no tiene dudas: « El Padre está
en mí, y yo en el Padre » (Jn 10,38).
Aunque sea lícito pensar que, por su condición humana que lo hacía crecer «
en sabiduría, en estatura y en gracia » (Lc 2,52), la conciencia humana
de su misterio progresa también hasta la plena expresión de su humanidad
glorificada, no hay duda de que ya en su existencia terrena Jesús tenía
conciencia de su identidad de Hijo de Dios. Juan lo subraya llegando a afirmar
que, en definitiva, por esto fue rechazado y condenado. En efecto, buscaban
matarlo, « porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su
propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios » (Jn 5,18). En el
marco de Getsemaní y del Gólgota, la conciencia humana de Jesús se verá
sometida a la prueba más dura. Pero ni siquiera el drama de la pasión y muerte
conseguirá afectar su serena seguridad de ser el Hijo del Padre celestial.
Rostro doliente
25. La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto
más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de
la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en
adoración.
Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto
de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera,
solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: «
¡Abbá, Padre! ». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del
sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar
la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no
sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del « rostro » del
pecado. « Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que
viniésemos a ser justicia de Dios en él » (2 Co 5,21).
Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza
de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado,
que Jesús da en la cruz: « "Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?"
—que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?" » (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento
mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso « por qué »
dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun
conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de
toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto
conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa
el Salmo: « En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste...
¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro!
» (2221, 5.12).
26. El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la
angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al
Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro
pecado, « abandonado » por el Padre, él se « abandona » en las manos del
Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la
experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve
límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al
Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el
pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es
sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse
cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente
naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono.
La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está
arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática.
27. Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos
encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la « teología vivida
» de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten
acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces
particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a
través de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de
prueba que la tradición mística describe como « noche oscura ». Muchas veces
los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz
en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la
Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en
las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: « Y
el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por
la unión y por el afecto de la caridadque ha recibido en sí misma. Ellos
imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz
estaba feliz y doliente ».13 Del mismo modo Teresa de Lisieux
vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma
precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: « Nuestro Señor
en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin
embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de
lo que pruebo yo misma, comprendo algo ».14 Es un testimonio muy
claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da lugar a esta
percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su
profundo dolor, él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc
23,34) y expresando al Padre su extremo abandono filial: « Padre, en tus manos
pongo mi espíritu » (Lc 23,46).
Rostro del Resucitado
28. Como en el Viernes y en el Sábado Santo, la Iglesia permanece en la
contemplación de este rostro ensangrentado, en el cual se esconde la vida de
Dios y se ofrece la salvación del mundo. Pero esta contemplación del rostro de
Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!
Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1
Co 15,14). La resurrección fue la respuesta del Padre a la obediencia de
Cristo, como recuerda la Carta a los Hebreos: « El cual, habiendo ofrecido en
los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas
al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y
aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la
perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen » (5,7-9).
La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro,
que lloró por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible
temor, su amor a Cristo: « Tú sabes que te quiero » (Jn 21,15.17). Lo
hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado
por él: « Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia » (Flp
1,21).
Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si
hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su
tesoro y su alegría. « Dulcis Iesu memoria, dans vera cordis gaudia »:
¡cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del
corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para
anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él « es el mismo
ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8).
III
CAMINAR DESDE CRISTO
29. « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo
» (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado
a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones
por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en
la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de
nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos
planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente
después de su discurso de Pentecostés: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? »
(Hch 2,37).
Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los
problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una
fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una
fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos
infunde: ¡Yo estoy con vosotros!
No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el
de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en
definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir
en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al
variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la
cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz.
Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales
adecuadas a las condiciones de cada comunidad. El Jubileo nos ha ofrecido la
oportunidad extraordinaria de dedicarnos, durante algunos años, a un camino de
unidad en toda la Iglesia, un camino de catequesis articulada sobre el tema
trinitario y acompañada por objetivos pastorales orientados hacia una fecunda
experiencia jubilar. Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido
acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio
adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino
ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria.
Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el
único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada
comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es
donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos
y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la
búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo
llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el
testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.
Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a
que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios,
señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada
Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia
universal.
Dicha sintonía será ciertamente más fácil por el trabajo colegial, que ya se
ha hecho habitual, desarrollado por los Obispos en las Conferencias episcopales
y en los Sínodos. ¿No ha sido éste quizás el objetivo de las Asambleas de
los Sínodos, que han precedido la preparación al Jubileo, elaborando
orientaciones significativas para el anuncio actual del Evangelio en los
múltiples contextos y las diversas culturas? No se debe perder este rico
patrimonio de reflexión, sino hacerlo concretamente operativo.
Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que
implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y
orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia
misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.
La santidad
30. En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse
el camino pastoral es el de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido
último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para
que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?
Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los
beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente.
Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié
en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral.
Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la
Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la «
vocación universal a la santidad ». Si los Padres conciliares concedieron
tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a
la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca
y determinante. Descubrir a la Iglesia como « misterio », es decir, como
pueblo « congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »,15
llevaba a descubrir también su « santidad », entendida en su sentido
fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el « tres
veces Santo » (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa
mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó,
precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad,
por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.
Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida
cristiana: « Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación » (1 Ts
4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: « Todos los
cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección del amor ».16
31. Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la
programación pastoral que nos atane al inicio del nuevo milenio, podría
parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede «
programar » la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de
un plan pastoral?
En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una
opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el
Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la
inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido
contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una
religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el
Bautismo? », significa al mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? »
Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como
es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).
Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser
malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable
sólo por algunos « genios » de la santidad. Los caminos de la santidad son
múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me
ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y,
entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más
ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con
convicción este « alto grado » de la vida cristiana ordinaria. La vida
entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta
dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son
personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que
sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe
enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda
personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las
asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.
La oración
32. Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se
distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un
año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que
rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar,
como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro,
como los primeros discípulos: « Señor, enséñanos a orar » (Lc
11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en
sus íntimos: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 15,4).
Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una
condición para toda vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el
Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del
rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana,
viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida
eclesial,17 pero también de la experiencia personal, es el secreto
de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro,
porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.
33. ¿No es acaso un « signo de los tiempos » el que hoy, a pesar de los
vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia de
espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una
renovada necesidad de orar? También las otras religiones, ya presentes
extensamente en los territorios de antigua cristianización, ofrecen sus propias
respuestas a esta necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Nosotros,
que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del
mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización nos puede llevar la
relación con él.
La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente,
puede enseñar mucho a este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar,
como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea
poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y
abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la
experiencia viva de la promesa de Cristo: « El que me ame, será amado de mi
Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él » (Jn 14,21). Se trata de
un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un
intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas purificaciones
(la « noche oscura »), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible
gozo vivido por los místicos como « unión esponsal ». ¿Cómo no recordar
aquí, entre tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz
y de santa Teresa de Jesús?
Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que
llegar a ser auténticas « escuelas de oración », donde el encuentro
con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en
acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de
afecto hasta el « arrebato del corazón. Una oración intensa, pues, que sin
embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de
Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir
la historia según el designio de Dios.18
34. Ciertamente, los fieles que han recibido el don de la vocación a una vida
de especial consagración están llamados de manera particular a la oración:
por su naturaleza, la consagración les hace más disponibles para la
experiencia contemplativa, y es importante que ellos la cultiven con generosa
dedicación. Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se
puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida.
Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no
sólo serían cristianos mediocres, sino « cristianos con riesgo ». En efecto,
correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y
quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo
propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas
extravagantes de superstición. Hace falta, pues, que la educación en la
oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda
programación pastoral. Yo mismo me he propuesto dedicar las próximas
catequesis de los miércoles a la reflexión sobre los Salmos, comenzando
por los de la oración de Laudes, con la cual la Iglesia nos invita a «
consagrar » y orientar nuestra jornada. Cuánto ayudaría que no sólo en las
comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos
más para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oración.
Convendría valorizar, con el oportuno discernimiento, las formas populares y
sobre todo educar en las litúrgicas. Está quizá más cercano de lo que
ordinariamente se cree, el día en que en la comunidad cristiana se conjuguen
los múltiples compromisos pastorales y de testimonio en el mundo con la
celebración eucarística y quizás con el rezo de Laudes y Vísperas. Lo
demuestra la experiencia de tantos grupos comprometidos cristianamente, incluso
con una buena representación de seglares.
La Eucaristía dominical
35. El mayor empeño se ha de poner, pues, en la liturgia, « cumbre a la cual
tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda
su fuerza ».19 En el siglo XX, especialmente a partir del Concilio,
la comunidad cristiana ha ganado mucho en el modo de celebrar los Sacramentos y
sobre todo la Eucaristía. Es preciso insistir en este sentido, dando un realce
particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido
como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu,
verdadera Pascua de la semana.20 Desde hace dos mil años, el tiempo
cristiano está marcado por la memoria de aquel « primer día después del
sábado » (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1¿, en el que Cristo
resucitado llevó a los Apóstoles el don de la paz y del Espíritu (cf. Jn
20,19-23). La verdad de la resurrección de Cristo es el dato originario sobre
el que se apoya la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14), acontecimiento que es
el centro del misterio del tiempo y que prefigura el último día, cuando
Cristo vuelva glorioso. No sabemos qué acontecimientos nos reservará el
milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá
firmemente en las manos de Cristo, el « Rey de Reyes y Señor de los Señores
» (Ap 19,16) y precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al
año sino cada domingo, la Iglesia seguirá indicando a cada generación « lo
que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el
misterio del principio y del destino final del mundo ».21
36. Por tanto, quisiera insistir, en la línea de la Exhortación « Dies Domini
», para que la participación en la Eucaristía sea, para cada
bautizado, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de
vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida
cristiana verdaderamente consciente y coherente. Estamos entrando en un milenio
que se presenta caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones
incluso en Países de antigua cristianización. En muchas regiones los
cristianos son, o lo están siendo, un « pequeño rebaño » (Lc 12,32).
Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en
condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia
identidad. El deber de la participación eucarística cada domingo es una de
éstos. La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como
familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también
el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde
la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de
la participación eucarística, el día del Señor se convierte también
en el día de la Iglesia,22 que puede desempeñar así de
manera eficaz su papel de sacramento de unidad.
El sacramento de la Reconciliación
37. Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía
cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz
la práctica del Sacramento de la Reconciliación. Como se recordará, en
1984 intervine sobre este tema con la Exhortación postsinodal Reconciliatio
et paenitentia, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea del
Sínodo de los Obispos, dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a
esforzarse por todos los medios para afrontar la crisis del « sentido del
pecado » que se da en la cultura contemporánea,23 pero más aún,
invitaba a hacer descubrir a Cristo como mysterium pietatis, en el que
Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo.
Éste es el rostro de Cristo que conviene hacer descubrir también a través del
sacramento de la penitencia que, para un cristiano, « es el camino ordinario
para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después
del Bautismo ».24 Cuando el mencionado Sínodo afrontó el problema,
era patente a todos la crisis del Sacramento, especialmente en algunas regiones
del mundo. Los motivos que lo originan no se han desvanecido en este breve lapso
de tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el
recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no
se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado
con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan
mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo. ¡No
debemos rendirnos, queridos hermanos sacerdotes, ante las crisis
contemporáneas! Los dones del Señor —y los Sacramentos son de los más
preciosos— vienen de Aquél que conoce bien el corazón del hombre y es el
Señor de la historia.
Primacía de la gracia
38. En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una
pastoral que dé prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa
respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la
primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia
siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los
resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente,
Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a
utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en
nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin
Cristo, « no podemos hacer nada » (cf. Jn 15,5).
La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda
constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de
la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de
sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un
humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los
discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: « Maestro, hemos
estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada » (Lc 5,5). Este
es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el
corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase
por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum! En aquella ocasión, fue
Pedro quien habló con fe: « en tu palabra, echaré las redes » (ibíd.).
Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a
toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de
oración.
Escucha de la Palabra
39. No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se
puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios.
Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la
palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la
asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido
el honor que le corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las
personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran número a la
Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedicana ella con la
valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con esta
atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de
la evangelización y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas,
consolidar y profundizar esta orientación, incluso a través de la difusión de
la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la
Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida
tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto
bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.
Anuncio de la Palabra
40. Alimentarnos de la Palabra para ser « servidores de la Palabra » en el
compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la
Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Países de
antigua evangelización, la situación de una « sociedad cristiana », la cual,
aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los
valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que
cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y
de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He
repetido muchas veces en estos años la « llamada » a la nueva
evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta
reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el
ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir
en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: « ¡ay de mí si
no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16).
Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá
ser delegada a unos pocos « especialistas », sino que acabará por implicar la
responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado
verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es
necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso
cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto
debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y
atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje cristiano,
de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que
sean purificados y llevados a su plenitud.
El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia
de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al
anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el
rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y
arraigado. De la belleza de este rostro pluriforme de la Iglesia hemos gozado
particularmente en este Año jubilar. Quizás es sólo el comienzo, un icono
apenas esbozado del futuro que el Espíritu de Dios nos prepara.
La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a
los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin esconder nunca
las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las
exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje,
según el ejemplo de Pablo cuando decía: « Me he hecho todo a todos para
salvar a toda costa a algunos » (1 Co 9,22). Al recomendar todo esto,
pienso en particular en la pastoral juvenil. Precisamente por lo que se
refiere a los jóvenes, como antes he recordado, el Jubileo nos ha ofrecido un
testimonio consolador de generosa disponibilidad. Hemos de saber valorizar
aquella respuesta alentadora, empleando aquel entusiasmo como un nuevo talento
(cf. Mt 25,15) que Dios ha puesto en nuestras manos para que los hagamos
fructificar.
41. Que nos ayude y oriente, en esta acción misionera confiada, emprendedora y
creativa, el ejemplo esplendoroso de tantos testigos de la fe que el Jubileo nos
ha hecho recordar. La Iglesia ha encontrado siempre, en sus mártires, una
semilla de vida. Sanguis martyrum - semen christianorum.25
Esta célebre « ley » enunciada por Tertuliano, se ha demostrado siempre
verdadera ante la prueba de la historia. ¿No será así también para el siglo
y para el milenio que estamos iniciando? Quizás estábamos demasiado
acostumbrados a pensar en los mártires en términos un poco lejanos, como si se
tratase de un grupo del pasado, vinculado sobre todo a los primeros siglos de la
era cristiana. La memoria jubilar nos ha abierto un panorama sorprendente,
mostrándonos nuestro tiempo particularmente rico en testigos que, de una manera
u otra, han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y
persecución, a menudo hasta dar su propia sangre como prueba suprema. En ellos
la palabra de Dios, sembrada en terreno fértil, ha fructificado el céntuplo
(cf. Mt 13,8.23). Con su ejemplo nos han señalado y casi « allanado »
el camino del futuro. A nosotros nos toca, con la gracia de Dios, seguir sus
huellas.
IV
TESTIGOS DEL AMOR
42. « En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor
los unos a los otros » (Jn 13,35). Si verdaderamente hemos contemplado
el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas, nuestra programación
pastoral se inspirará en el « mandamiento nuevo » que él nos dio: « Que,
como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros » (Jn
13,34).
Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño
programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de la Iglesias
particulares, es el de la comunión (koinonía), que encarna y
manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. La comunión es el fruto
y la manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre,
se derrama en nosotros a través del Espíritu que Jesús nos da (cf. Rm
5,5), para hacer de todos nosotros « un solo corazón y una sola alma » (Hch
4,32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como «
sacramento », o sea, « signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de
la unidad del género humano ».26
Las palabras del Señor a este respecto son demasiado precisas como para
minimizar su alcance. Muchas cosas serán necesarias para el camino histórico
de la Iglesia también este nuevo siglo; pero si faltara la caridad (ágape),
todo sería inútil. Nos lo recuerda el apóstol Pablo en el himno a la
caridad: aunque habláramos las lenguas de los hombres y los ángeles, y
tuviéramos una fe « que mueve las montañas », si faltamos a la caridad, todo
sería « nada » (cf. 1 Co 13,2). La caridad es verdaderamente el «
corazón » de la Iglesia, como bien intuyó santa Teresa de Lisieux, a la que
he querido proclamar Doctora de la Iglesia, precisamente como experta en la scientia
amoris: « Comprendí que la Iglesia tenía un Corazón y que este Corazón
ardía de amor. Entendí que sólo el amor movía a los miembros de la Iglesia
[...]. Entendí que el amor comprendía todas las vocaciones, que el Amor era
todo ».27
Espiritualidad de comunión
43. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el
gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos
ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas
del mundo.
¿Qué significa todo esto en concreto?
También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero sería
equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar
iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la
comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares
donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del
altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen
las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante
todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que
habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de
los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión
significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda
del Cuerpo místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber
compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a
sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad.
Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que
hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un
« don para mí », además de ser un don para el hermano que lo ha recibido
directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber « dar espacio
» al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y
rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran
competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos
hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los
instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en medios sin alma,
máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento.
44. Sobre esta base el nuevo siglo debe comprometernos más que nunca a valorar
y desarrollar aquellos ámbitos e instrumentos que, según las grandes
directrices del Concilio Vaticano II, sirven para asegurar y garantizar la
comunión. ¿Cómo no pensar, ante todo, en los servicios específicos de la
comunión que son el ministerio petrino y, en estrecha relación con
él, la colegialidad episcopal? Se trata de realidades que tienen su
fundamento y su consistencia en el designio mismo de Cristo sobre la Iglesia,28
pero que precisamente por eso necesitan de una continua verificación que
asegure su auténtica inspiración evangélica.
También se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere
a la reforma de la Curia romana, la organización de los Sínodos y el
funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda ciertamente aún
mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos
instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia
de responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que
afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo.
45. Los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a
todos los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia. En ella, la
comunión ha de ser patente en las relaciones entre Obispos, presbíteros y
diáconos, entre Pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos,
entre asociaciones y movimientos eclesiales. Para ello se deben valorar cada vez
más los organismos de participación previstos por el Derecho canónico, como
los Consejos presbiterales y pastorales. Éstos, como es sabido, no se
inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria, puesto que actúan de
manera consultiva y no deliberativa29 sin embargo, no pierden por
ello su significado e importancia. En efecto, la teología y la espiritualidad
de la comunión aconsejan una escucha recíproca y eficaz entre Pastores y
fieles, manteniéndolos por un lado unidos a priori en todo lo que es
esencial y, por otro, impulsándolos a confluir normalmente incluso en lo
opinable hacia opciones ponderadas y compartidas.
Para ello, hemos de hacer nuestra la antigua sabiduría, la cual, sin perjuicio
alguno del papel jerárquico de los Pastores, sabía animarlos a escuchar
atentamente a todo el Pueblo de Dios. Es significativo lo que san Benito
recuerda al Abad del monasterio, cuando le invita a consultar también a los
más jóvenes: « Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor ».30
Y san Paulino de Nola exhorta: « Estemos pendientes de los labios de los
fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios ».31
Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la
participación, manifiesta la estructura jerárquica de la Iglesia y evita
tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la espiritualidad de
la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la
confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de
cada miembro del Pueblo de Dios.
Variedad de vocaciones
46. Esta perspectiva de comunión está estrechamente unida a la capacidad de la
comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la
Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas
diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un sólo cuerpo, el
único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,12). Es necesario, pues, que la
Iglesia del tercer milenio impulse a todos los bautizados y confirmados a tomar
conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial. Junto con el
ministerio ordenado, pueden florecer otros ministerios, instituidos o
simplemente reconocidos, para el bien de toda la comunidad, atendiéndola en sus
múltiples necesidades: de la catequesis a la animación litúrgica, de la
educación de los jóvenes a las más diversas manifestaciones de la caridad.
Se ha de hacer ciertamente un generoso esfuerzo —sobre todo con la oración
insistente al Dueño de la mies (cf. Mt 9,38)— en la promoción de
las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. Éste es
un problema muy importante para la vida de la Iglesia en todas las partes del
mundo. Además, en algunos países de antigua evangelización, se ha hecho
incluso dramático debido al contexto social cambiante y al enfriamiento
religioso causado por el consumismo y el secularismo. Es necesario y urgente
organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a
las parroquias, a los centros educativos y familias, suscitando una reflexión
atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente
en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios,
especialmente cuando pide la total entrega de sí y de las propias fuerzas para
la causa del Reino.
En este contexto cobran también toda su importancia las demás vocaciones,
enraizadas básicamente en la riqueza de la vida nueva recibida en el sacramento
del Bautismo. En particular, es necesario descubrir cada vez mejor la
vocación propia de los laicos, llamados como tales a « buscar el reino de
Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios »32
y a llevar a cabo « en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde
[...] con su empeño por evangelizar y santificar a los hombres ».33
En esta misma línea, tiene gran importancia para la comunión el deber de promover
las diversas realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más
tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen
dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica
primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en la Iglesia universal
como en las Iglesias particulares, las asociaciones y movimientos actúen en
plena sintonía eclesial y en obediencia a las directrices de los Pastores. Pero
es también exigente y perentoria para todos la exhortación del Apóstol: « No
extingáis el Espíritu, no despreciéis las profecías, examinadlo todo y
quedaos con lo bueno » (1 Ts 5,19-21).
47. Una atención especial se ha de prestar también a la pastoral de la
familia, especialmente necesaria un momento histórico como el presente, en
el que se está constatando una crisis generalizada y radical de esta
institución fundamental. En la visión cristiana del matrimonio, la relación
entre un hombre y una mujer —relación recíproca y total, única e
indisoluble— responde al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la historia
por la « dureza de corazón », pero que Cristo ha venido a restaurar en su
esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido « desde el principio »
(cf. Mt 19,8). En el matrimonio, elevado a la dignidad de Sacramento, se
expresa además el « gran misterio » del amor esponsal de Cristo a su Iglesia
(cf. Ef 5,32).
En este punto la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cierta cultura,
aunque sea muy extendida y a veces « militante ». Conviene más bien procurar
que, mediante una educación evangélica cada vez más completa, las familias
cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio
vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas
exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la
de los más frágiles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez
más conscientes de la atención debida a los hijos y hacerse promotores de una
eficaz presencia eclesial y social para tutelar sus derechos.
El campo ecuménico
48. ¿Y qué decir, además, de la urgencia de promover la comunión en el
delicado ámbito del campo ecuménico? La triste herencia del pasado nos
afecta todavía al cruzar el umbral del nuevo milenio. La celebración jubilar
ha incluido algún signo verdaderamente profético y conmovedor, pero queda aún
mucho camino por hacer.
En realidad, al hacernos poner la mirada en Cristo, el Gran Jubileo ha hecho
tomar una conciencia más viva de la Iglesia como misterio de unidad. « Creo en
la Iglesia, que es una »: esto que manifestamos en la profesión de fe tiene su
fundamento último en Cristo, en el cual la Iglesia no está dividida (1
Co 1,11-13). Como Cuerpo suyo, en la unidad obtenida por los dones del
Espíritu, es indivisible. La realidad de la división se produce en el ámbito
de la historia, en las relaciones entre los hijos de la Iglesia, como
consecuencia de la fragilidad humana para acoger el don que fluye continuamente
del Cristo-Cabeza en el Cuerpo místico. La oración de Jesús en el cenáculo
—« como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros » (Jn 17, 21)— es a la vez revelación e invocación.
Nos revela la unidad de Cristo con el Padre como el lugar de donde nace la
unidad de la Iglesia y como don perenne que, en él, recibirá misteriosamente
hasta el fin de los tiempos. Esta unidad que se realiza concretamente en la
Iglesia católica, a pesar de los límites propios de lo humano, emerge también
de manera diversa en tantos elementos de santificación y de verdad que existen
dentro de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales; dichos elementos, en
cuanto dones propios de la Iglesia de Cristo, les empujan sin cesar hacia la
unidad plena.34
La oración de Cristo nos recuerda que este don ha de ser acogido y desarrollado
de manera cada vez más profunda. La invocación « ut unum sint » es, a
la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche
por nuestra desidia y estrechez de corazón. La confianza de poder alcanzar,
incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se
apoya en la plegaria de Jesús, no en nuestras capacidades.
En esta perspectiva de renovado camino postjubilar, miro con gran esperanza a
las Iglesias de Oriente, deseando que se recupere plenamente ese
intercambio de dones que ha enriquecido la Iglesia del primer milenio. El
recuerdo del tiempo en que la Iglesia respiraba con « dos pulmones » ha de
impulsar a los cristianos de oriente y occidente a caminar juntos, en la unidad
de la fe y en el respeto de las legítimas diferencias, acogiéndose y
apoyándose mutuamente como miembros del único Cuerpo de Cristo.
Con análogo esmero se ha de cultivar el diálogo ecuménico con los hermanos y
hermanas de la Comunión anglicana y de las Comunidades eclesiales
nacidas de la Reforma. La confrontación teológica sobre puntos esenciales
de la fe y de la moral cristiana, la colaboración en la caridad y, sobre todo,
el gran ecumenismo de la santidad, con la ayuda de Dios, producirán sus frutos
en el futuro. Entre tanto, continuemos con confianza en el camino, anhelando el
momento en que, con todos los discípulos de Cristo sin excepción, podamos
cantar juntos con voz clara: « Ved qué dulzura, que delicia, convivir los
hermanos unidos » (Sal 133,1).
Apostar por la caridad
49. A partir de la comunión intraeclesial, la caridad se abre por su naturaleza
al servicio universal, proyectándonos hacia la práctica de un amor activo y
concreto con cada ser humano. Éste es un ámbito que caracteriza de manera
decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación pastoral. El
siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que
lo vean de modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia
los más pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo,
tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que
él mismo ha querido identificarse: « He tenido hambre y me habéis dado de
comer, he tenido sed y me habéis dado que beber; fui forastero y me habéis
hospedado; desnudo y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado,
encarcelado y habéis venido a verme » (Mt 25,35-36). Esta página no es
una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina
el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su fidelidad
como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia.
No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor,
desde el momento que « con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en
cierto modo a cada hombre ».35 Ateniéndonos a las indiscutibles
palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial
suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta
opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su
misericordia y, de alguna manera, se siembran todavía en la historia aquellas
semillas del Reino de Dios que Jesús mismo dejó en su vida terrena atendiendo
a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades espirituales y
materiales.
50. En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan la
sensibilidad cristiana. Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las
contradicciones de un crecimiento económico, cultural, tecnológico, que ofrece
a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no sólo a millones y
millones de personas al margen del progreso, sino a vivir en condiciones de vida
muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. ¿Cómo es posible
que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quién está
condenado al analfabetismo; quién carece de la asistencia médica más
elemental; quién no tiene techo donde cobijarse?
El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas
añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no
carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin
sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la
enfermedad, a la marginación o a la discriminación social. El cristiano, que
se asoma a este panorama, debe aprender a hacer su acto de fe en Cristo
interpretando el llamamiento que él dirige desde este mundo de la pobreza. Se
trata de continuar una tradición de caridad que ya ha tenido muchísimas
manifestaciones en los dos milenios pasados, pero que hoy quizás requiere mayor
creatividad. Es la hora de un nueva « imaginación de la caridad », que
promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la
capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de
ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno.
Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad
cristiana, se sientan como « en su casa ». ¿No sería este estilo la más
grande y eficaz presentación de la buena nueva del Reino? Sin esta forma de
evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la
pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad,
corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que
la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras
corrobora la caridad de las palabras.
Retos actuales
51. ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio
ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del
planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo con la
pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los derechos
humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?
Muchas son las urgencias ante las cuales el espíritu cristiano no puede
permanecer insensible.
Se debe prestar especial atención a algunos aspectos de la radicalidad
evangélica que a menudo son menos comprendidos, hasta el punto de hacer
impopular la intervención de la Iglesia, pero que no pueden por ello
desaparecer de la agenda eclesial de la caridad. Me refiero al deber de
comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano
desde la concepción hasta su ocaso natural. Del mismo modo, el servicio al
hombre nos obliga a proclamar, oportuna e importunamente, que cuantos se valen
de las nuevas potencialidades de la ciencia, especialmente en el terreno
de las biotecnologías, nunca han de ignorar las exigencias fundamentales de la
ética, apelando tal vez a una discutible solidaridad que acaba por discriminar
entre vida y vida, con el desprecio de la dignidad propia de cada ser humano.
Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos
delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar
adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo
que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de
interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser
humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la
cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes
se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser
humano y el futuro de la civilización.
52. Obviamente todo esto tiene que realizarse con un estilo específicamente
cristiano: deben ser sobre todo los laicos, en virtud de su propia
vocación, quienes se hagan presentes en estas tareas, sin ceder nunca a la
tentación de reducir las comunidades cristianas a agencias sociales. En
particular, la relación con la sociedad civil tendrá que configurarse de tal
modo que respete la autonomía y las competencias de esta última, según las
enseñanzas propuestas por la doctrina social de la Iglesia.
Es notorio el esfuerzo que el Magisterio eclesial ha realizado, sobre todo en el
siglo XX, para interpretar la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer
de modo cada vez más puntual y orgánico su propia contribución a la solución
de la cuestión social, que ha llegado a ser ya una cuestión planetaria.
Esta vertiente ético-social se propone como una dimensión imprescindible del
testimonio cristiano. Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad
oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la
caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma
tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes
del carácter relativo de la historia, no nos exime en ningún modo del deber de
construirla. Es muy actual a este respecto la enseñanza del Concilio Vaticano
II: « El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la
construcción el mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus
semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber ».36
Un signo concreto
53. Como signo de este mensaje de caridad y de promoción humana, que se basa en
las íntimas exigencias del Evangelio, he querido que el mismo Año jubilar,
entre los numerosos frutos de caridad que ya ha producido en el curso de su
desarrollo —pienso particularmente en la ayuda ofrecida a tantos hermanos más
pobres para hacer posible su participación en el Jubileo— dejase también una
obra que sea, de alguna manera, el fruto y el sello de la caridad jubilar.
En efecto, muchos peregrinos han contribuido de diferentes modos con su limosna
y, junto con ellos, también muchos protagonistas del mundo económico han
ofrecido ayudas generosas, que han servido para asegurar la conveniente
realización del acontecimiento jubilar. Una vez cubiertos los gastos que se han
debido afrontar a lo largo del año, el dinero que pueda sobrar, debe destinarse
a fines caritativos. En efecto, es importante excluir de un acontecimiento
religioso tan significativo cualquier apariencia de especulación económica. Lo
que sobre servirá para repetir también en esta ocasión la experiencia vivida
tantas otras veces a lo largo de la historia desde que, en los comienzos de la
Iglesia, la comunidad de Jerusalén ofreció a los no cristianos la imagen
conmovedora de un intercambio espontáneo de dones, hasta la comunión de los
bienes, en favor de los más pobres (cf. Hch 2,44–45).
La obra que se realice será solamente un pequeño arroyo que confluirá en el
gran río de la caridad cristiana que recorre la historia. Pequeño, pero
significativo arroyo: el Jubileo ha movido al mundo a mirar hacia Roma, la
Iglesia « que preside en la caridad »37 y a ofrecer a Pedro la
propia limosna. Ahora la caridad manifestada en el centro de la catolicidad
vuelve, de alguna manera, hacia el mundo a través de este gesto, que quiere
quedar como fruto y memoria viva de la comunión experimentada con ocasión del
Jubileo.
Diálogo y misión
54. Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos
ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su «
reflejo ». Es el mysterium lunae tan querido por la contemplación de
los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia dependía de
Cristo, Sol del cual ella refleja la luz.38 Era un modo de expresar
lo que Cristo mismo dice, al presentarse como « luz del mundo » (Jn
8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran « la luz del mundo »
(cf Mt 5,14).
Ésta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a
menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si,
expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres
nuevos.
55. En esta perspectiva se sitúa también el gran desafío del diálogo
interreligioso, en el cual estaremos todavía comprometidos durante el nuevo
siglo, en la línea indicada por el Concilio Vaticano II.39 En los
años de preparación al Gran Jubileo la Iglesia, mediante encuentros de notable
interés simbólico, ha tratado de establecer una relación de apertura y
diálogo con representantes de otras religiones. El diálogo debe continuar.
En la situación de un marcado pluralismo cultural y religioso, tal como se va
presentando en la sociedad del nuevo milenio, este diálogo es también
importante para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de
las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos en la
historia de la humanidad. El nombre del único Dios tiene que ser cada vez más,
como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz.
56. Pero el diálogo no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros
como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio
de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 Pt 3,15). No debemos temer
que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio
gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto a
la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor, que « tanto
amó al mundo que le dio su Hijo unigénito » (Jn 3,16). Todo esto, como
también ha sido subrayado recientemente por la Declaración Dominus Iesus,
no puede ser objeto de una especie de negociación dialogística, como si para
nosotros fuese una simple opinión. Al contrario, para nosotros es una gracia
que nos llena de alegría, una noticia que debemos anunciar.
La Iglesia, por tanto, no puede sustraerse a la actividad misionera hacia los
pueblos, y una tarea prioritaria de la missio ad gentes sigue siendo
anunciar a Cristo, « Camino, Verdad y Vida » (Jn 14,6), en el cual los
hombres encuentran la salvación. El diálogo interreligioso « tampoco puede
sustituir al anuncio; de todos modos, aquél sigue orientándose hacia el
anuncio ».40 Por otra parte, el deber misionero no nos impide
entablar el diálogo íntimamente dispuestos a la escucha. En efecto,
sabemos que, frente al misterio de gracia infinitamente rico por sus dimensiones
e implicaciones para la vida y la historia del hombre, la Iglesia misma nunca
dejará de escudriñar, contando con la ayuda del Paráclito, el Espíritu de
verdad (cf. Jn 14,17), al que compete precisamente llevarla a la «
plenitud de la verdad » (Jn 16,13).
Este principio es la base no sólo de la inagotable profundización teológica
de la verdad cristiana, sino también del diálogo cristiano con las
filosofías, las culturas y las religiones. No es raro que el Espíritu de Dios,
que « sopla donde quiere » (Jn 3,8), suscite en la experiencia humana
universal, a pesar de sus múltiples contradicciones, signos de su presencia,
que ayudan a los mismos discípulos de Cristo a comprender más profundamente el
mensaje del que son portadores. ¿No ha sido quizás esta humilde y confiada
apertura con la que el Concilio Vaticano II se esforzó en leer los « signos de
los tiempos »?41 Incluso llevando a cabo un laborioso y atento
discernimiento, para captar los « verdaderos signos de la presencia o del
designio de Dios »,42 la Iglesia reconoce que no sólo ha dado, sino
que también ha « recibido de la historia y del desarrollo del género humano
».43 Esta actitud de apertura, y también de atento discernimiento
respecto a las otras religiones, la inauguró el Concilio. A nosotros nos
corresponde seguir con gran fidelidad sus enseñanzas y sus indicaciones.
A la luz del Concilio
57. ¡Cuánta riqueza, queridos hermanos y hermanas, en las orientaciones que
nos dio el Concilio Vaticano II! Por eso, en la preparación del Gran Jubileo,
he pedido a la Iglesia que se interrogase sobre la acogida del Concilio.44
¿Se ha hecho? El Congreso que se ha tenido aquí en el Vaticano ha sido un
momento de esta reflexión, y espero que, de diferentes modos, se haya realizado
igualmente en todas las Iglesias particulares. A medida que pasan los años,
aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de
manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y
normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. Después de
concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la
gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el
Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino
del siglo que comienza.
CONCLUSIÓN
¡DUC IN ALTUM!
58. ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un
océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo.
El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza
también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener
un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos. ¿No ha
sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza,
por lo que hemos celebrado el Año jubilar? El Cristo contemplado y amado ahora
nos invita una vez más a ponernos en camino: « Id pues y haced discípulos a
todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo » (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el
tercer milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de
los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo
Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir
animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm 5,5).
Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al
recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y
cada una de nuestras Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre
quienes están unidos por la única comunión, la comunión que cada día se
nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Cada domingo
Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo, donde al atardecer
del día « primero de la semana » (Jn 20,19) se presentó a los suyos
para « exhalar » sobre de ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos
en la gran aventura de la evangelización.
Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses,
junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he
confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos años la he presentado e
invocado como « Estrella de la nueva evangelización ». La indico aún como
aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. « Mujer, he aquí tus hijos
», le repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y
haciéndome voz, ante ella, del cariño filial de toda la Iglesia.
59. ¡Queridos hermanos y hermanas! El símbolo de la Puerta Santa se cierra a
nuestras espaldas, pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es
Cristo. Después del entusiasmo jubilar ya no volvemos a un anodino día a día.
Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe como
desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera. Tenemos que imitar
la intrepidez del apóstol Pablo: « Lanzándome hacia lo que está por delante,
corro hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto,
en Cristo Jesús » (Flp 13,14). Al mismo tiempo, hemos de imitar la
contemplación de María, la cual, después de la peregrinación a la ciudad
santa de Jerusalén, volvió a su casa de Nazareth meditando en su corazón el
misterio del Hijo (cf. Lc 2,51).
Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose
reconocer como a los discípulos de Emaús « al partir el pan » (Lc
24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr
hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: « ¡Hemos visto al
Señor! » (Jn 20,25).
Éste es el fruto tan deseado del Jubileo del Año dos mil, Jubileo que nos ha
presentado de manera palpable el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y
Redentor del hombre.
Mientras se concluye y nos abre a un futuro de esperanza, suba hasta el Padre,
por Cristo, en el Espíritu Santo, la alabanza y el agradecimiento de toda la
Iglesia.
Con estos augurios y desde lo más profundo del corazón, imparto a todos mi
Bendición.
Vaticano, 6 de enero, Solemnidad de la Epifanía del Señor, del año 2001,
vigésimo tercero de Pontificado.
(1) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función
pastoral de los Obispos, 11.
(2) Bula Incarnationis mysterium, 3: AAS 91 (1999), 132.
(3) Ibíd., 4: l.c., 133.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
(5) De civ. Dei XVIII, 51,2: PL 41, 614; cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
(6) Cf. Cart. ap. Tertio millennio adveniente, 55: AAS 87 (1995),
38.
(7) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(8) « Ignoratio enim Scripturarum ignoratio Christi est »: Comm. in
Is., Prol.: PL 24, 17.
(9) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
revelación, 19.
(10) « Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha
de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo
perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios
verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre [...] uno solo y el mismo
Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio,
sin división, sin separación, [...] no partido o dividido en dos personas,
sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo y Señor Jesucristo »: DS
301-302.
(11) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
(12) A este respecto observa san Atanasio: « El hombre no podía ser divinizado
permaneciendo unido a una criatura, si el Hijo no fuese verdaderamente Dios », Discurso
II contra los Arrianos 70: PG 26, 425 B.
(13) N. 78.
(14) Últimos Coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897: Opere
complete, Ciudad del Vaticano 1997, 1003.
(15) S. Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 553; cf. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 4.
(16) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
40.
(17) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 10.
(18) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Cart. Orationis formas, sobre
algunos aspectos de la meditación cristiana, 15 de octubre de 1989: AAS
82 (1990), 362-379.
(19) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 10.
(20) Cart. ap. Dies Domini, 19: AAS 90 (1998), 724.
(21) Ibíd., 2: l.c., 714.
(22) Cf. Ibíd., 35: l.c., 734.
(23) Cf. n. 18: AAS 77 (1985), 224.
(24) Ibíd., 31: l.c., 258
(25) Tertuliano, Apol., 50,13: PL 1, 534.
(26) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
1.
(27) MsB 3vo, Opere Complete, Libreria Editrice Vaticana Edizioni OCD,
Roma 1997, p. 223.
(28) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, c. III.
(29) Cf. Congr. para el Clero y Otras, Instr. interdicasterial Ecclesiae de
mysterio, sobre algunas cuestiones relativas la colaboración de los fieles
laicos en el ministerio de los sacerdotes, (15 agosto 1997): AAS 89
(1997), 852–877, especialmente art. 5: « Los organismos de colaboración en
la Iglesia particular ».
(30) Reg. III, 3: « Ideo autem omnes ad consilium vocari diximus, quia saepe
iuniori Dominus revelat quod melius est ».
(31) « De omnium fidelium ore pendeamus, quia in omnem fidelem Spiritus Dei
spirat » (Epist. 23, 36 a Sulpicio Severo: CSEL 29, 193.
(32) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
31.
(33) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 2.
(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
8.
(35) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
(36) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 34.
(37) S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, Pref., ed. Funk, I,
252.
(38) Así, por ejemplo, S. Agustín: « También la luna representa a la
Iglesia, porque no tiene luz propia, sino que la recibe del Hijo unigénito de
Dios, el cual en muchas pasajes de la Escritura alegóricamente es llamado sol
»: Enarr. In Ps. 10, 3: CCL 38, 42.
(39) Cf. Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas.
(40) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y Congr. para la
Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio: reflexiones y
orientaciones (19 mayo 1991), 82: AAS 84 (1992), 444.
(41) Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 4.
(42) Ibíd., 11.
(43) Ibíd., 44.
(44) Cf. Cart. Ap. Tertio millennio adveniente, 36.